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John MacArthur

En esta temporada, cuando nuestros pensamientos se dirigen hacia la gloriosa historia del nacimiento de nuestro Salvador, recuerdo un incidente de la temprana niñez de Jesús que no es tan conocido – uno que yo encuentro conmovedor.

Antes que Jesús celebrara Su segundo cumpleaños, Él ya había sido el blanco de un plan de asesinato por el Rey Herodes, el gobernante despiadado y paranoico de Judea, que era controlada por los Romanos. José y María, impulsados por un sueño de Dios, tomaron a su bebé y huyeron del país. Yo me imagino la responsabilidad que tuvieron sobre sus hombros jóvenes y delgados – ellos eran los escogidos guardianes del mismo Dios del universo, encarnado.

Siempre me sorprende cuán irónica fue su escapada a Egipto – el humilde infantil Rey refugiándose en la misma nación de la que Él había poderosamente librado a los hijos de Israel muchas generaciones antes. Mientras que no hay tanto registro, yo sospecho la gente de Egipto nunca fue consciente de la identidad y divinidad real de Jesús– Él ciertamente no era lo que ellos esperaban de un rey.

La historia de Egipto fue una procesión orgullosa y gloriosa de reyes que abarcaba treinta dinastías y casi 3,000 años. Los reyes egipcios – los faraones – eran poderosos personajes y ricos más allá de la imaginación. Ejercían la riqueza como un arma, construyeron extensas ciudades, comandaron grandes ejércitos, vivieron en hogares lujosos, comieron de la mejor comida, bebieron del mejor vino, se vistieron con la joyería más extravagante y no escatimaron ningún gasto cuando se trataba de su estándar de vivir.

El estándar de morir del faraón no era tan malo tampoco. Obviamente ellos nunca escucharon el dicho, “No te lo puedes llevar contigo”. La preocupación por su suerte en la vida después de la muerte era parte de la religión egipcia, entonces su costumbre era de llenar sus cámaras funerarias con suministros que necesitarían mientras que viajaban a su siguiente vida. La tumba del Rey Tut comprobó que no era poco lo que empacaban.

Pero esperar vivir por siempre no era la única indignante aspiración de un faraón. Los registros indican que los reyes egipcios asumían, y fueron dados, un estatus sobrenatural. Se consideraba al faraón responsable de provocar las inundaciones que regaban los cultivos egipcios, y entonces él recibía el crédito por proveer la comida a la nación. Se lo idolatraba en estatuas, los ciudadanos se inclinaban frente a su imagen, y en el último hecho de orgullo, cada faraón reinante clamaba ser la manifestación de al menos un dios. Akhenatón, el hereje más famoso de la historia de Egipto, desterró el panteón nacional y se proclamó él mismo de ser la viviente encarnación del dios del sol Ra – él creía que era dios encarnado.

Sean los faraones antiguos demandando la adoración de otros, o los millones de escépticos modernos quienes rechazan a Dios, lo destronan como Creador y se adoran ellos mismos, el patrón inherente del hombre siempre ha sido a exaltarse a él mismo. La rebelión contra Dios no puede tomar una forma más alta que el amor propio – la persona quien busca sus propios intereses a expensa de los demás y se pone él mismo en el centro del universo. Eso es precisamente la condición en que tú y yo nos deleitábamos antes que fuéramos salvos, y allí es donde, últimamente, todos los que no conocen a Dios permanecen.

Y mientras la historia está repleta de hombres quienes quieren ser Dios, solamente un Dios sería hombre.

Considere por un momento lo que significó para nuestro Señor Jesús venir a la tierra como hombre para asegurar nuestra salvación. El Rey del cielo dejó Su trono y eligió un establo como guardería. El mismo Hijo de Dios fue perseguido por un rey tirano y fue un niño exiliado en Egipto. La fuente de toda sabiduría y conocimiento nació en la pobreza y vivió sin riqueza o lujo mundano. Santo y sin mancha, el joven Mesías fue asaltado por cada tentación que Satanás pudo arrojarle, pero Él resistió cada una con su fuerza máxima. El Rey de la creación se sujetó voluntariamente a todo lo que es ser humano – dolor, hambre, sed, tristeza, agotamiento físico, el completo rango de las emociones humanas – y aún lo hizo sin pecar.

Y en un acto insondable del amor desinteresado y sacrificial, Él dejo la gloria del cielo para morir en nuestro nombre. Él ofreció misericordia a las personas quienes merecen solamente Su ira. Él se encorvó para cumplir eso que no solamente no podíamos hacer, pero también eso que no haríamos. En amor, el Dios del universo pasó de la eternidad para intervenir en la historia humana y salvar a aquellos quienes no se podían salvar a ellos mismos.

En una palabra, la lección que aprendemos de la navidad es el amor. El amor de Cristo – amor que fue manifestado en Su venida, en Su vida, y en Su muerte – fue un amor que se sacrificó. Un amor que buscó no solamente sus propias necesidades pero las necesidades de otros. Un amor que contó no lo que pudiera perder pero lo que otros pudieran ganar. Un amor que se vació para que otros fueran llenos y se humilló para que otros fueran enaltecidos. Un amor que, hasta el final, dio sin pensar en él mismo o en su propia ganancia.

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